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Remanente de invierno

Un cuento de Marina Boido

(Mukhia Shanti Kaur)



Sentada. En medio de este universo en el cual me siento ajena.


Eso, sentirme ajena, me provoca a la vez orgullo y rabia. En ocasiones como esta es cuando con mayor claridad y profundidad siento la división en mi. Estoy partida por una grieta que con el correr de los años se ha hecho más profunda y oscura. La partición de mi alma (así le llamo porque no sé de qué otra manera podría referirme a eso que se supone es el centro de nuestro ser), no es exactamente a la mitad. La mayor parte del tiempo la vivo en una de las orillas de la grieta. En la otra sólo me encuentro en contadas ocasiones, y empujada allí por detonantes muy específicos. Como ahora, que estoy sentada tomando café, fingiendo ser como todos pero sintiéndome en un agujero negro.

Me incomoda estar entre multitudes. A veces la gente parece pensar que es necesario gritarme, como si además de muda fuera sorda. En general prefiero mantenerme al margen, y mi conciencia se desliza a este espacio donde la gravedad es diferente, como si me envolviera una burbuja gaseosa.

Cuando estoy de este lado me siento una extraña incluso conmigo misma. Observo mis manos moverse para tomar la taza de café y acercarla a mis labios como si se tratara de otras manos, como si le pertenecieran a otra persona. Alrededor, parece una película: hay mucha gente, ríen, hablan, se comportan de maneras premeditadas como si representaran personajes previamente asignados, coquetean. Estoy por completo fuera de lugar, y me pregunto si seré yo el único ser en esta tierra que tiene tanta envidia y enojo paralizándole el corazón. Desde acá puedo ver la grieta. En el otro lado, no. Del otro lado ya me instalé muy lejos de la orilla. Esa lejanía, una sensación parecida a la de haber sobrevivido a una catástrofe, que durante todos estos años, más de treinta, he ido construyendo minuciosamente y paso a paso, aún sabiendo que es ficticia. O, con mucha probabilidad, por eso mismo. Quizás como instinto de supervivencia.

Se que un día algo tendrá que hacerme caer en la grieta, que no puedo vivir siempre así, partida. Lo evito y lo busco a la vez. Tal vez también está llegando el momento de dejar de sobrevivir. Tal vez sea sólo otra faceta del instinto de supervivencia. No sé.

Y en estos últimos meses, saliendo con él, encontrándome más seguido en lugares repletos de gente, es más frecuente que cruce a este lado. Hace unas noches en un restaurante mediterráneo que a él le gusta mucho tuve por primera vez la sensación de que en la grieta hay algo vivo, latiendo, esperándome. Como si alguien, otro yo me dice mi intuición, me hablara, me gritara con la voz que perdí, con todos los gritos que he querido gritar, desde allá. Hay un imán, una fuerza que me atrae a su interior, la percibo cada vez con mayor claridad. Desde esa noche me pregunto de manera constante y casi obsesiva cómo y cuándo sucederá. Me refiero al momento en que caiga dentro de la grieta.


Anoche soñé con ella.


No veía en mi sueño la manera de llegar, pero ahí estaba. Jamás la vi tampoco, simplemente yo sabía que estaba dentro. En realidad, más que soñar con la grieta, soñé conmigo dentro de ella. Iba caminando deprisa, como si llegara tarde a algún lado, por el centro de una gran ciudad. Los edificios a mi alrededor eran grises, al igual que el cielo. Era la mañana de un día tormentoso de cielo encapotado. Yo vestía un traje corto, elegante y oscuro de invierno, compuesto por falda y abrigo. Y tacones. Y caminaba muy rápido con las manos metidas en las bolsas del abrigo y la mirada clavada en el pavimento, tan gris como todo lo demás. Las calles, que al principio eran anchas y amplias, se fueron cerrando convirtiéndose en estrechas callejuelas atestadas de tiendas atendidas por coreanos y judíos. En todas vendían ropa, zapatos o telas. El ambiente era asfixiante, mucha gente, las calles cada vez más pequeñas y agobiantes, el ritmo vertiginoso de los que llevan y traen, un ruido ensordecedor. Yo caminaba cada vez más rápido queriendo encontrar la salida de ese laberinto, me sentía mareada, me faltaba el aire. Al final de un callejón vi una tienda desierta, y entré casi corriendo. No había absolutamente nadie. Mientras recuperaba el aliento pensé que, cosa extraña, los sonidos se habían apagado en el mismo instante de traspasar el umbral de la tienda. Levanté la vista, y a través del gran ventanal que daba a la calle, pude ver que ésta, y todas las otras tiendas, ahora estaban vacías. Cuando ya me disponía a salir algo a la izquierda llamó mi atención, algo muy rojo en medio de todo ese gris. De repente, como en una revelación, todo se volvió familiar, y recordé. En esa tienda, muchos años atrás, cuando yo tenía siete, entré con mi madre a comprar un abrigo para mí. Me enamoré de uno que tenían exhibido en el centro de la tienda, con vuelo, amplias mangas y capucha, parecía un abrigo de cuento. Mi madre, severa y tajante como era, dijo que el rojo sólo lo usan las putas y las actrices, que en su forma de ver era casi lo mismo, y me compró un discreto abrigo color azul oscuro. Me sentí muda por primera vez, aún antes de perder la voz, silenciada de una manera que no guarda ninguna relación con la incapacidad física de hablar.

Desperté. Del recuerdo y del sueño. Me senté en la cama y tomé agua. Observando la luz nocturna que se colaba por las ligeras cortinas completé ese recuerdo enterrado en algún lugar de mi memoria hace tantos años. Había descubierto la punta del ovillo, el inicio de la grieta. Lo supe con toda claridad. Antes de volver a dormirme decidí que al día siguiente iría al centro.



Me desperté temprano. Era un día espléndido de comienzos de primavera. Me asomé por la ventana y afuera llovían flores de Jacaranda. Abrí la ventana. Inhalé muy profundo y, por primera vez en muchísimos años, pude sentir como el aire entrara a mi cuerpo y lo recorría. Algo, durante la noche, durante el sueño, se movió en mi interior, o se deshizo, haciendo espacio para el presente. Salí deprisa, deseando con toda el alma que aún hubiera en alguna tienda remanentes de invierno. A pesar del sol la mañana era fresca, el aire se sentía muy agradable sobre la piel. Llevaba, algo inusual en mí, el cabello suelto. Me bajé del autobús y me adentré por las callejuelas de las tiendas de coreanos y judíos del centro. Mis pies caminaban como siguiendo una línea invisible, sin prisa, sin pausa, sin duda. Al doblar una esquina, al final de una calle sin salida, ahí estaba la tienda. Me detuve un instante y miré con calma cada detalle de lo que me rodeaba, como si quisiera absorber hasta la última partícula de imagen de un momento histórico. Y luego entré. Miré hacia fuera, como en mi sueño. En la calle sí había gente, pero dentro de la tienda flotaba la sensación de estar mirando a través de un portal del tiempo. Por alguna razón, el sonido del exterior parecía no querer entrar allí, y se quedaba encapsulado, afuera. Se acercó a mi una muchacha coreana, joven y guapa, que en excelente español me dijo:

- Uno cree que por ser primavera ya hace calor, pero aún está bastante fresco. Venga por acá, todavía tenemos algunos abrigos.

En ese momento me di cuenta de que llevaba como única vestimenta sobre mi falda una blusa ligera, y que mi piel estaba enchinada por el frío.

La seguí. La tienda era más grande de lo que parecía a simple vista. Al fondo de un amplio salón de exhibiciones había un perchero con varios abrigos de media estación. Un hermoso conjunto multicolor. Azul claro, negro, lila, gris, café, verde olivo, morado, verde limón, rojo. Sin dudarlo ella tomó el único abrigo rojo y lo tendió hacia mí diciéndome:

- Éste es su color. Con el tono de su piel, de sus ojos y su cabello, el rojo va perfecto.

Sin decir una palabra pagué y salí de la tienda con mi abrigo puesto.

Me tomé el resto de la mañana libre. Y otra vez sentada, casi igual, y tan diferente. Sentada en una cafetería de las que tienen mesas en la banqueta, con mi abrigo rojo, tomando café. Miro mis manos, las veo acercar la taza a mis labios. El tiempo se estiró. Huelo el café como si fuera la primera vez. Reconozco mis manos. Levanto la mirada y veo a la gente pasar, reír, ver sus relojes, gritar. Sonrío. Me doy cuenta de cuánto tiempo hacía que no sentía placer. Ya no hay burbuja. Las sensaciones inundan mi cuerpo, el mundo entra por mis poros. Dejo el dinero del café sobre la mesa, me levanto, respiro una vez más como si quisiera meter en mis pulmones todo el aire disponible y me dejo absorber por la vorágine de la ciudad.


Leonora Ganes

Ciudad de México

Abril 2013



Este cuento lo escribí en 2013 como parte de la construcción de una personaja, Agnes.

Lo publiqué como parte del ejercicio en la revista en línea Quinqué bajo el seudónimo que Agnes usaba para hacer sus publicaciones, Leonora Ganes.

Fue muy divertido escribirlo y todo el proceso posterior. Se que no es el mejor cuento del mundo, pero le tengo mucho cariño y quería compartirlo contigo.

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